por The Wanderer
Los medios de prensa, y no solamente católicos conservadores sino también seculares, están alertando desde hace varios meses acerca de la inminencia de un posible cisma alemán que se produciría como consecuencia del sínodo que está llevando a cabo la iglesia de ese país. Veremos qué pasa, pero la situación pareciera que es ya irreversible. Propongo algunas reflexiones al respecto:
Si bien el camino disruptivo de los alemanes con la fe católica viene de lejos, no ha sido casual que explotara con el Papa Francisco. Creo que se puede trazar un paralelismo histórico útil para comprender la situación, teniendo en cuenta la prosapia peronista del pontífice. Cuando a fines de los ’60 y principios de los ’70 Perón estaba exiliado en Madrid y quería volver a tomar el poder en Argentina, no desechó ningún medio, entre ellos la alianza con la Juventud Peronista que era más bien la juventud marxista. Ellos le aseguraron generar en el país disturbios permanentes y actos de violencia casi diarios que contribuyeron a debilitar al gobierno de Lanusse y a predisponer a la opinión pública ha aceptar que el único que podía solucionar el caos era Perón. Y así fue que volvió, y volvió a ser elegido presidente. Sin embargo, pocos meses después, insultaba a estos jóvenes que lo habían ayudado a recuperar el poder públicamente desde el balcón de la Casa Rosada, los expulsaba del movimiento peronista y aseguraba que el pueblo haría “tronar el escarmiento”. Y escarmiento hubo de los dos lados: una guerra sucia que costó la vida a miles de Argentinos y cuyas consecuencias aún se están pagando en el país, y si no, pregunten a los cientos de ancianos que pasan sus últimos días encarcelados, en espera de un juicio en el que saben que serán hallados culpables, por haber combatido esa guerra. En pocas palabras, Perón utilizó a la Juventud Peronista para alcanzar el poder y, cuando dejó de serle útil, la arrojó e hizo sonar sobre ella el escarmiento.
Bergoglio hizo algo parecido. Para alcanzar el máximo poder en la Iglesia, no dudó en utilizar a todos los purpurados que podían serles de provecho, desde los latinoamericanos, que lo votarían por afinidad cultural, hasta los americanos, que lo votarían por ingenuidad. Y también a los más rabiosamente progresistas germanos que se ilusionaron con que el nuevo pontífice sancionaría magisterialmente sus aspiraciones más profundas: eliminación del celibato sacerdotal, ordenación sacerdotal de las mujeres, cambios en la moral sexual, etc. Bergoglio, en cambio, como buen jesuita y buen peronista, una vez que alcanzó su objetivo y se sentó en el solio de Pedro, pretendió desembarazarse de ellos, no al estilo de Perón, sino dando largas a los pagos y exigencias que los germanos reclamaban. Y, claro, no le funcionó. O le funcionó igual que al General: los jóvenes expulsados se radicalizaron en los grupos armados e iniciaron una larga etapa de terror y asesinatos. Los alemanes, al saberse usados, están haciendo su propia revolución.
La diferencia está en que Francisco no podrá hacer tronar el escarmiento. En un artículode hace pocos días, Michael Warsaw pedía a gritos que Roma hiciera algo para frenar el cisma alemán antes de que fuera tarde. Y comparaba la situación con lo ocurrido con Lutero, cuando en ese caso Roma reaccionó lentamente y, cuando lo hizo, ya era tarde. Pero, aun cuando fue tarde, fue efectivo. Se perdió buena parte de la Cristiandad, pero se preservó otra. El Papa tenía decisión y autoridad, y apoyo de buena parte de los obispos que deseaban ser fieles a la ortodoxia e incluso de los gobernantes que no dudaron en emplear sus armas para contener la herejía.
Pero ahora, ¿qué autoridad tiene Bergoglio para imponer su autoridad en favor de la ortodoxia? Este personaje, que ha pasado todo su pontificando flirteando con cuanto hereje y herejía anda suelta por el mundo, no tiene capacidad alguna para exigir obediencias o adhesiones doctrinales. Un buen test de la capacidad de autoridad que aún le resta a la Santa Sede será el próximo 10 de mayo, cuando 2500 sacerdotes y “agentes de pastoral” alemanes bendecirán públicamente a todas las parejas del mismo sexo que lo deseen en abierto desafío a la norma vaticana. Lo importante no será cuántos se sumen o cuántos sean bendecidos, sino la reacción por parte del episcopado alemán y de Roma. Yo creo que nadie dirá nada, y mucho menos el Papa Francisco, no solamente porque lo último que desea es quedar mal con la progresía internacional, sino porque sabe que no le obedecerían.
Bergoglio es consciente de que si los obispos alemanes terminan proclamando los cambios doctrinales que se preven, se encontrará con las manos atadas. ¿Es que los “misericordiará” como hizo con tantos obispos conservadores expulsándolos de sus sedes? Él sabe que contaba con la obediencia de Mons. Rogelio Livieres o de Mons. Pedro Martínez, y que los fieles de Ciudad del Este o de San Luis bajarían la cabeza sumisamente al nuevo pastor que les era enviado. Y sabe también que los alemanes o los austríacos resistirán todo tipo de misericordias pontificias, no dejarán sus sedes y los fieles desafiarán la autoridad papal.
Por otro lado, los alemanes afirman que su “camino sinodal” pondrá las enseñanzas de la iglesia a votación y respetarán las decisiones de la mayoría. Y piden, en nombre de los “estándares de una sociedad democrática”, que las “recomendaciones y las decisiones adoptadas por la mayoría sean aceptadas también por aquellos que votaron diversamente”. ¿Qué autoridad puede tener entonces Bergoglio? Hace pocos días afirmaba: “Los gobiernos, hablando sin ofender, incluso yo como gobernante, somos oficinistas de lo que Dios nos manda a través de lo que nos delega. Cuando falta la consulta al pueblo, falta soberanía”. ¿Desconocerá, acaso, las decisiones soberanas del “pueblo de Dios que peregrina en Alemania”, sobre lo que debe ser creído y practicado? No puede.
Aun en el caso de que Bergoglio pasará a mejor vida en los próximos meses, ¿su sucesor tendría autoridad para frenar el cisma? Lo dudo. La autoridad pontificia está debilitada; el relativismo que nos legó el Vaticano II, que Juan Pablo II expuso ante el mundo en el encuentro de Asís y que Francisco no se cansa de documentar día tras día desde hace ocho años, ha limado cualquier posibilidad de imposición de autoridad para el progresismo.
La comparación con lo ocurrido en el siglo XVI con Martín Lutero es interesante. Si un fraile agustino fue capaz de lograr la adhesión, por los motivos que fuere, de los príncipes de media Alemania, ¿de qué no será capaz un poderoso episcopado como el alemán? No contará con la ayuda militar de los estados laicos, pero sí con sus calurosas felicitaciones por sumarse a la extensión de derechos propios de la moderna cultura democrática. Y con el apoyo también de buena parte de los fieles que ven a Roma como la vetusta guardiana de un orden completamente perimido.
El eventual cisma alemán se expandirá como un reguero de pólvora, con la misma velocidad de internet, por todo el mundo. Y no sería raro, quizás, que parroquias francesas o americanas, por ejemplo, adhirieran al cisma. ¿Serían sus obispos capaces de reprimirlas, deponer a sus párrocos o amenazar con el entredicho a los parroquianos? No lo creo. Esas medidas solamente las utiliza Mons. Eduardo Taussig, obispo de San Rafael, para castigar a quienes se atreven a cometer el sacrilegio sanitario de dar la comunión en la boca.
El pontificado del Papa Francisco es ya un pontificado fracasado y acabado, aunque no conocemos aún las profundidades de la sima en la caerá.
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