X

Monseñor Viganò / La religión de estado. Algunas observaciones sobre el culto globalista

Y hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y

esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente,

y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la

marca con el nombre de la Bestia o con el número que corresponde a su nombre.

(Ap 13, 16-17)

Arzobispo Carlo Maria Viganò

EN UNA INTERVENCIÓN INTERSANTE en Fox News, con el título La Iglesia del ambientalismo (aquí), el periodista Tucker Carlson puso en evidencia una contradicción que puede haber pasado inadvertida para muchos, pero que considero extremadamente reveladora.

Carlson recuerda que la Constitución estadounidense prohíbe la religión de Estado, pero desde hace tiempo los gobiernos demócratas han impuesto al pueblo estadounidense el culto globalista, con su agenda verde, sus dogmas woke, sus condenas con la cultura de la cancelación, sus sacerdotes de la OMS y sus profetas del Foro Económico Mundial. Una religión a todos los efectos totalitaria, no sólo en la vida de los individuos que la practican, sino también en la vida de la nación que la confiesa públicamente, adapta a ella las leyes y las sentencias, inspira la educación y toda la acción de gobierno.

En nombre de la religión globalista sus adeptos pretenden que todos los ciudadanos se comporten de acuerdo con la moral del Nuevo Orden Mundial, aceptando acríticamente -y con una actitud de devota sumisión a la autoridad religiosa- la doctrina definida ex cathedra por el Sanedrín de Davos.

No se pide a los ciudadanos que compartan las motivaciones que justifican las políticas sanitarias, económicas o sociales impuestas por los gobiernos, sino un asentimiento ciego e irracional que va mucho más allá de la fe. En este sentido, no se admite que se impugne la psicopandemia, se critique la gestión de la campaña de vacunación, se argumente lo infundado de las alertas climáticas, se oponga a la evidencia de la provocación de la OTAN a la Federación Rusa con la crisis ucraniana, se pidan investigaciones sobre la computadora portátil de Hunter Biden o sobre el fraude electoral que impidió al Presidente Trump continuar en la Casa Blanca, o se niega que se corrompa a los niños con las obscenidades LGTBQ.

Después de tres años de locura incomprensible para una mente racional, pero ampliamente justificable desde una perspectiva de fideísmo ciego, la propuesta formulada por una clínica estadounidense de pedir a los pacientes que renuncien a una parte de su anestesia para reducir su huella de carbono y así “salvar el Planeta” (aquí) no debería leerse entonces como un pretexto grotesco para reducir los costes hospitalarios en detrimento de los pacientes, sino como un acto religioso, como una penitencia que hay que aceptar de buen grado, como un acto éticamente meritorio. El carácter penitencial es indispensable en esta operación de conversión forzosa de las masas, porque contrarresta lo absurdo de la acción con la recompensa de un bien prometido: al llevar la mascarilla (que no sirve para nada), el fiel-ciudadano ha consumado su acto de sumisión, se ha “ofrecido” a la divinidad (¿el Estado? ¿la colectividad?), lo cual constituye una sumisión confirmada con el acto igualmente público de la vacunación, que ha representado una especie de “bautismo” en la fe globalista, la iniciación en el culto.

Los sumos sacerdotes de esta religión llegan a teorizar el sacrificio humano con el aborto y la eutanasia: un sacrificio exigido por el bien común, para no superpoblar el planeta, para no ser una carga para la sanidad pública, para no ser una carga para la previsión social. Incluso las mutilaciones a las que se someten quienes profesan la doctrina de género y la privación de las facultades reproductivas inducida por el homosexualismo no son otra cosa que formas de sacrificio e inmolación de uno mismo, del propio cuerpo, de la propia salud, hasta de la propia vida (asumiendo, por ejemplo, una terapia génica experimental que se ha demostrado peligrosa y a menudo mortal).

La adhesión al globalismo no es opcional: es la religión del Estado, y el Estado “tolera” a los no practicantes en la medida en que su presencia no impida a la sociedad ejercer este culto. Por el contrario, en su presunción de estar legitimado por principios “éticos” para imponer a los ciudadanos lo que representa un “bien” superior indiscutible, el Estado obliga también a los disidentes a realizar los actos basales de la “moral globalista”, castigándoles si no se adecúan a sus preceptos.

Comer insectos en lugar de carne, inyectarse fármacos en lugar de practicar una vida sana; utilizar electricidad en vez de gasolina; renunciar a la propiedad privada, a la libertad de circulación; sufrir controles y limitaciones de los derechos fundamentales; aceptar las peores desviaciones morales y sexuales en nombre de la libertad; renunciar a la familia para vivir aislados, sin heredar nada del pasado ni transmitir nada a la posteridad; borrar la propia identidad en nombre de lo políticamente correcto; renegar de la fe cristiana para abrazar la superstición woke; supeditar el trabajo y la subsistencia al cumplimiento de normas absurdas son todos elementos destinados a formar parte de la vida cotidiana del individuo, una vida impostada sobre la base de un modelo ideológico que, bien mirado, nadie quiere ni ha pedido, y que sólo justifica su existencia con el fantasma de un apocalipsis ecológico no demostrado ni demostrable. Todo esto viola no sólo la tan vociferada libertad de religión sobre la que se funda esta sociedad, sino que pretende llevarnos gradual e inexorablemente a convertir este culto en exclusivo, en el único permitido.

La “Iglesia ecologista” se autodenomina inclusiva, pero no tolera el disenso y no acepta confrontar dialéctica con quienes cuestionan sus dictados. Todo aquél que no acepta el antivangelio de Davos es ipso facto un hereje y, por lo tanto, se le castiga, se le excomulga, se le separa del cuerpo social y se le considera un enemigo público; debe ser reeducado a la fuerza, tanto mediante un martilleo mediático incesante como mediante la imposición de un estigma social y de verdaderas formas de extorsión del consentimiento, empezando por el consentimiento “informado” para someterse contra su propia voluntad a la vacunación obligatoria y continuando en la locura de las llamadas “ciudades de 15 minutos”, por otra parte detalladas de antemano en los puntos programáticos de la Agenda 2030 (que en el fondo son cánones dogmáticos al revés).

El problema de este inquietante fenómeno de superstición de masas es que esta religión de Estado no sólo se ha impuesto de facto en Estados Unidos de América, sino que se ha difundido en todas las naciones del mundo occidental, cuyos dirigentes han sido convertidos a la verborrea globalista por el gran apóstol del Gran Reinicio, Klaus Schwab, autoproclamado “Papa” y, por lo tanto, investido de una autoridad infalible e incontestable. Y así como en el Anuario Pontificio podemos leer la lista de Cardenales, Obispos y Prelados de la Curia Romana y Diócesis repartidos por todo el mundo, en la web del Foro Económico Mundial encontramos la lista de los “prelados” del globalismo, desde Justin Trudeau a Emmanuel Macron, descubriendo que pertenecen a esta “Iglesia” no sólo los presidentes y primeros ministros de muchos Estados, sino también numerosos funcionarios, responsables de organismos internacionales, de las grandes empresas multinacionales y de los medios de comunicación. A ellos hay que añadir también a los “predicadores” y “misioneros” que trabajan para difundir la fe globalista: actores, cantantes, influencers, deportistas, intelectuales, médicos y profesores. Una red extremadamente poderosa y organizada, capilarmente extendida no sólo en la cúpula de las instituciones, sino también en universidades y tribunales, en empresas y hospitales, en organismos periféricos y municipios locales, en asociaciones culturales y deportivas, de modo que es imposible escapar al adoctrinamiento incluso en una escuela primaria de provincia o en una pequeña comunidad rural.

Resulta desconcertante -me concederán el crédito- que el número de conversos a la religión universal incluya también a representantes de religiones mundiales, y entre ellos incluso a Jorge Mario Bergoglio -a quien los católicos consideran también cabeza de la Iglesia de Roma- con todo el séquito de clérigos que le son fieles. La apostasía de la Jerarquía Católica ha llegado al extremo de adorar al ídolo de la Pachamama, la “Madre Tierra”, personificación demoníaca del globalismo “amazónico”, ecuménico, inclusivo y sustentable. ¿Pero no fue el propio John Podesta quien abogó por el advenimiento de una “primavera de la Iglesia” que sustituyera su doctrina por un vago sentimentalismo ecologista, encontrando sus deseos prontamente ejecutados en la acción coordinada que condujo a la dimisión de Benedicto XVI y a la elección de Bergoglio?

Lo que estamos presenciando no es más que la aplicación inversa del procedimiento que condujo a la difusión del cristianismo en el Imperio Romano y luego por todo el mundo, una especie de venganza de la barbarie y del paganismo contra la Fe de Cristo. Lo que Juliano el Apóstata trató de hacer en el siglo IV d. C., a saber, restaurar el culto a los dioses paganos, es ahora perseguido con celo por nuevos apóstatas, todos ellos unidos por una “santa furia” que los hace tanto más peligrosos cuanto más convencidos están de poder triunfar en sus intentos gracias a los medios ilimitados de que disponen.

En realidad, esta religión no es más que una declinación moderna del culto a Lucifer: la reciente actuación satánica en los premios Grammy patrocinada por Pfizer no es más que la última confirmación de una adhesión a un mundo infernal que hasta ahora se había mantenido en silencio porque aún se consideraba inconfesable. No es ningún misterio que los ideólogos del pensamiento globalista son todos indistintamente anticristianos y anticlericales, significativamente hostiles a la moral cristiana y ostentosamente contrarios a la civilización y a la cultura que el Evangelio ha modelado a lo largo de dos mil años de historia. No sólo eso: el odio inextinguible a la vida y a todo lo que es obra del Creador -desde el hombre hasta la naturaleza- revela el intento (casi exitoso, aunque delirante) de manipular el orden de la Creación, de modificar plantas y animales, de mutar el mismo ADN humano mediante intervenciones de bioingeniería, de privar al hombre de su individualidad y de su libre albedrío haciéndolo controlable y hasta manipulable mediante el transhumanismo. En el fondo de todo está el odio a Dios y la envidia por la suerte sobrenatural que ha reservado a la humanidad, al redimirla del pecado mediante el Sacrificio de Su Hijo en la Cruz.

Este odio satánico se expresa en la decisión de imposibilitar que los cristianos practiquen su religión, vean respetados sus principios, puedan aportar su contribución a la sociedad y, en definitiva, en la voluntad de inducirles a hacer el mal o, al menos, de imposibilitarles hacer el bien, y menos aún difundirlo; y si lo hacen, de desvirtuar sus motivaciones originales (amor a Dios y al prójimo), pervirtiéndolas con piadosos fines filantrópicos o ecologistas.

Todos los preceptos de la religión globalista son una versión tergiversada de los Diez Mandamientos, una inversión grotesca de los mismos, una inversión obscena. En la práctica, utilizan los mismos medios que la Iglesia ha utilizado para la evangelización, pero con el objetivo de dañar a las almas y someterlas no a la Ley de Dios, sino a la tiranía del demonio, bajo el control inquisitorial de la anti-iglesia de Satanás. En esta perspectiva se inserta también el señalamiento de los grupos de fieles por parte de los servicios secretos estadounidenses, confirmando que la enemistad entre la descendencia de la Mujer y la de la serpiente (Gn 3, 15) es una realidad teológica en la que creen sobre todo los enemigos de Dios, y que uno de los signos del fin de los tiempos es precisamente la abolición del Santo Sacrificio y la presencia de la abominación de la desolación en el templo (Dn 9, 27). Los intentos de suprimir o limitar la Misa tradicional unen a la Iglesia profunda y al Estado profundo, revelando la matriz esencialmente luciferina de ambos, porque saben muy bien cuáles son las Gracias infinitas que a través de esa Misa se derraman sobre la Iglesia y sobre el mundo, razón por la cual la quieren impedir para que no obstaculice sus planes. Lo demuestran ellos mismos: nuestra batalla no es solamente contra las creaturas de carne y sangre (Ef 6, 21).

La observación de Tucker Carlson pone de manifiesto el engaño al que nos someten diariamente nuestros gobernantes: la imposición teórica de la laicidad del Estado ha servido para eliminar la presencia del Dios verdadero en las instituciones, mientras que la imposición práctica de la religión globalista sirve para introducir a Satanás en las instituciones, con el fin de instaurar ese distópico Nuevo Orden Mundial en el que el Anticristo pretenderá ser adorado como un dios, en su loco delirio de sustituir a Nuestro Señor.

Las advertencias del Apocalipsis se hacen cada vez más concretas, cuanto más continúa el plan de someter a todos los hombres a un control que impida toda posibilidad de desobediencia y de resistencia: sólo ahora comprendemos lo que significa no poder comprar ni vender sin el pase verde, que no es más que la versión tecnológica de la marca con el número de la Bestia (Ap 13, 17).

Pero si no todos están aún preparados para reconocer el error de haber abandonado a Cristo en nombre de una libertad corrupta y engañosa que ocultaba intenciones inconfesables, considero que muchos están hoy preparados -psicológicamente, incluso antes que racionalmente- para tomar nota del golpe de Estado por el que un lobby de peligrosos fanáticos está consiguiendo tomar el poder en Estados Unidos y en todo el mundo, decididos a hacer cualquier cosa, incluso la más temeraria, para conservarlo.

Por un giro de la Providencia, la laicidad del Estado -que en sí misma ofende a Dios al negarle el culto público al que soberanamente tiene derecho- podría ser el argumento con el que poner fin al proyecto subversivo del Gran Reinicio. Si los estadounidenses -y con ellos los pueblos del mundo- logran rebelarse contra esta conversión forzada, exigiendo que los representantes del pueblo respondan de sus actos ante los titulares de la soberanía nacional y no ante los dirigentes del sanedrín globalista, tal vez será posible poner freno a esta carrera hacia el abismo. Pero para ello es necesario tomar conciencia de que esto sólo será una primera fase en el proceso de liberación de este lobby infernal, al que deberá seguir la reapropiación de aquellos principios morales propios del cristianismo que constituyen las bases de la civilización occidental y la defensa más eficaz contra la barbarie del neopaganismo.

Durante demasiado tiempo los ciudadanos y los fieles sufren pasivamente las decisiones de sus dirigentes políticos y religiosos, frente a la evidencia de su traición. El respeto a la autoridad se basa en el reconocimiento de un hecho “teológico”, a saber, del Señorío de Jesucristo sobre las personas, las naciones y la Iglesia. Si quienes ejercen la autoridad en el Estado y en la Iglesia actúan contra los ciudadanos y los fieles, entonces su poder constituye una usurpación y su autoridad es nula. No olvidemos que los gobernantes no son los propietarios del Estado ni los amos de los ciudadanos, de la misma manera que el Papa y los obispos no son los propietarios de la Iglesia ni los amos de los fieles. Si no quieren ser como padres para nosotros; si no quieren nuestro bien y, de hecho, hacen todo lo posible para corrompernos en cuerpo y en espíritu, es hora de expulsarlos de los puestos que ocupan y pedirles cuentas por su traición, por sus crímenes y por sus mentiras escandalosas.

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

16 de febrero de 2023

 

 

 

Aldo Maria Valli:
Post Correlati