¿Qué responder a quienes nos llaman “tradicionalistas”?
Las ediciones italianas Radio Spada publicaron recientemente un libro de don Andrea Mancinella, sacerdote ordenado en 1983. Este libro se titula Golpe nella Chiesa. Documenti e cronache sulla sovversione: dalle prime macchinazioni al Papato di transizione, dal Gruppo del Reno fino al presente [Golpe en la Iglesia. Documentos y crónicas de la subversión: de las primeras maquinaciones al Papado de transición, del Grupo del Rin a la actualidad]
Cabe señalar que en 2009, la revista Courrier de Rome publicó un libro de Don Mancinella titulado 1962 Révolution dans l’Eglise. Brève chronique de l’occupation néo-moderniste de l’Eglise catholique. [1962 Revolución en la Iglesia. Breve crónica de la ocupación neomodernista de la Iglesia católica]
El epílogo del libro Golpe nella Chiesa es de Aldo Maria Valli y se titula: Cómo me volví un indietrista [del neologismo acuñado por el Papa Francisco, quien usa y abusa de él para designar a aquellos que se mantienen fieles a la Tradición]. El periodista italiano ofrece allí un testimonio personal y un análisis esclarecedor de la crisis actual. Presentamos los extractos más significativos.
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Jorge Mario Bergoglio tiene una enorme responsabilidad, y su pontificado pasará a la historia como uno de los más funestos. Más adelante diré por qué este pontificado es único. Pero primero debemos recordar que el Papa argentino no es el único artífice de la debacle. Más bien, es el último eslabón (por el momento) de una larga cadena.
Atribuirle a él toda la responsabilidad, afirmando eventualmente que no es Papa, es no reconocer la realidad tal como es y refugiarse en la fantasía. Francisco ciertamente marcó la pauta, pero la dirección a seguir se indicó mucho antes que él.
Yo mismo abrí los ojos hace poco. El punto de inflexión decisivo se produjo en 2016, tras la lectura de Amoris laetitia [Exhortación apostólica sobre la familia, 2016. NDLR]. Un documento que tuve que releer, porque el modernismo sabe disfrazarse y, por tanto, el texto solo me provocó a primera vista una vaga sensación de inquietud. Fue durante la segunda lectura que la realidad saltó ante mis ojos: el Papa esencialmente estaba diciendo que Dios tiene la obligación de perdonarnos y que nosotros tenemos el derecho a ser perdonados.
Para mí, fue una época un poco complicada. Todavía trabajaba en TG1 [Telegiornale 1, nombre del noticiero de televisión del canal público Rai 1. NDLR], hablaba del Papa casi todos los días ante millones de telespectadores y lo hacía, como siempre, en calidad de periodista, sin dejar traslucir mis pensamientos.
Pero mi corazón y mi alma estaban en ebullición. El Papa justificaba el pecado y proponía una idea distorsionada de la misericordia divina. En mi blog Duc in altum expresé mis pensamientos: escribí que el Papa Francisco es un relativista. Y mis pensamientos no pasaron desapercibidos. […]
Cuando, por ejemplo, en Amoris laetitia, emerge la tendencia a poner en el centro no a Dios y su Verdad objetiva, sino al hombre con sus necesidades y los condicionamientos a los que está sujeto, no se ayuda al hombre a ser más libre, sino que se le ilusiona para que supuestamente lo sea.
Cuando se explica que lo importante no es tanto el contenido de la norma sino la forma en que el individuo experimenta en conciencia una determinada situación, se corre el riesgo de dejar el campo libre a la difusión del subjetivismo y el relativismo. El hombre ya no escucha a Dios porque es consciente de que Dios es la Verdad y que esta Verdad es objetivamente buena.
Dios se adapta a la subjetividad humana. Ya no existen los derechos de Dios y los deberes del hombre, sino los derechos del hombre y los deberes de Dios. No faltará quien se pregunte cuál es el problema con esto.
Yo les respondería que el problema radica en que se trata de una deformación de nuestra fe católica. Y este no es el camino hacia la liberación, sino hacia la esclavitud: porque en este camino, el hombre se vuelve irremediablemente esclavo de sí mismo.
El drama de la modernidad reside en esta inversión. Y el drama de la Iglesia es haberse apropiado de esta inversión aceptando las tesis modernistas. El hombre como Dios. E incluso, su propio ídolo, es decir, el camino seguro para condenarse a la esclavitud y, por tanto, a la miseria.
Cuando ya no hay libertad para seguir el verdadero bien, sino solo la libertad de interpretar las circunstancias según las propias necesidades, y lo que es bueno según una valoración subjetiva, simplemente no hay más libertad. Y si no hay libertad, hay esclavitud. Y si hay esclavitud, no hay felicidad.
Es sorprendente que los hombres de Dios puedan considerar la ley divina, en su objetividad y claridad, como un obstáculo en el camino que conduce a Dios, cuando, por el contrario, la ley objetiva y clara es el único instrumento que permite una elección responsable y, por tanto, una auténtica libertad. Sin embargo, esto es lo que está sucediendo ante nuestros ojos. […]
Se podría objetar que la culpa y el castigo son categorías demasiado claras. Dios, lejos de ser legislador y juez, a lo sumo puede ser un amigo que acompaña. De esto se deriva el fin de los absolutos, así como el justificacionismo, que se alimenta de conceptos vagos e indeterminados. Ya no se sabe cuál es el espacio de la responsabilidad, y en lugar de un Dios misericordioso que perdona a los que se convierten, se coloca a un Dios comprensivo que justifica siempre. […]
Hoy me hago la pregunta: como bautizado en la Iglesia católica, ¿cuál Dios es el que me llama a ser testigo? ¿Un Dios indiscriminadamente comprensivo o un Dios auténticamente misericordioso? ¿Un Dios que borra la culpa del hombre o un Dios que la asume en Jesús, su mediador y redentor? ¿Un Dios que me ofrece un consuelo superficial o un Dios que me libra del pecado? ¿Un Dios que por amor se hizo hombre o un hombre que por presunción quiere hacerse Dios? […]
Debemos tener paciencia y no cansarnos de mantener nuestra posición. Si el Señor nos envía esta prueba, es para nuestro mayor bien. Por eso, paradójicamente, pero no tanto, doy gracias al Papa argentino. Con él se desataron todos los nudos, se manifestaron todas las contradicciones. Ahora el panorama es claro y tenemos la oportunidad de elegir nuestro bando.
Después de que dije y escribí que una mentalidad e incluso una enseñanza no católicas se han infiltrado en la Iglesia católica, de repente me convertí para algunos en un tradicionalista. Hay amigos que me miran con tristeza y dicen: “Pobre hombre. Era una buena persona y ahora es un tradicionalista”. Como si estuviera afectado por una terrible enfermedad.
La etiqueta de ‘tradicionalista’ no me molesta. Pero sería más feliz si me dijeran que soy tradicional. También porque pienso que no se puede ser católico sin ser tradicional. La palabra tradición proviene del hermoso verbo en latín tradere, entregar, transmitir. Y cuando recibimos un regalo tan inmensamente hermoso como la fe, no podemos evitar querer transmitirlo. De ser posible intacto. Tal vez lo consigamos, tal vez no, pero no podemos renunciar a ello.
El deseo de etiquetar generalmente va acompañado de la incapacidad de argumentar. Las etiquetas son prácticas porque ahorran el esfuerzo de pensar. Pero ahora es precisamente el momento de volver a la reflexión, porque la crisis de la fe y la de la razón van de la mano y se influyen mutuamente.
Al igual que ‘la Iglesia en salida’, ‘los signos de los tiempos’ también es una expresión que suena bien. Los defensores del Concilio Vaticano II también la han adoptado como su estandarte. Pero ya hemos visto a donde nos conduce la exigencia de captar ‘los signos de los tiempos’: la Iglesia a cuestas del mundo, como si el mundo tuviera algo que enseñar a la Iglesia y no al revés. Ha llegado el momento de reunir nuevamente los signos de Dios. (…)
Dije que Francisco era solo el último eslabón de una cadena, lo cual es cierto. Pero es un eslabón que tiene sus propias características, y debemos ser conscientes de ello. Cuando hablo de la crisis actual de la Iglesia y en la Iglesia, algunos amigos intentan consolarme afirmando que ha habido muchas crisis en el pasado y que la Iglesia siempre ha salido de ellas. Esto es innegable.
Pero la crisis actual es única. No tiene precedentes porque no es una crisis más. Este es el asalto final. Estamos ante un Papa que, bajo el impulso de las potencias que lo apoyaron, implementó, desde el inicio de su mandato, un plan deliberado de desestabilización y derrocamiento. Por tanto, no se trata de una crisis, sino de una revolución. Un nuevo capítulo revelador de la guerra modernista contra la Iglesia católica.
Digámoslo más claramente: con el pontificado de Bergoglio, vemos en acción el intento de dar origen a una nueva religión que sustituya al catolicismo.
En esta perspectiva revolucionaria, hay un instrumento que juega un papel particular: el sínodo. La ideología democrática, presentada como una forma de misericordia, está al servicio del relativismo. Una vez adoptado el principio democrático, ya no es posible proclamar una verdad absoluta.
Dado que casi nunca llega a conclusiones reales sobre las cuestiones individuales, el sínodo puede, en última instancia, parecer una herramienta inofensiva, una espada que no tiene filo. Nada más alejado de la verdad. El sínodo es a la vez método y contenido. […]
No es casualidad que, ante el actual golpe de Estado en la Iglesia, sea necesario recuperar el pensamiento contrarrevolucionario. Ante una subversión, un derrocamiento, es necesario abastecerse de anticuerpos.
Incluso la publicación de Laudate Deum [Exhortación apostólica sobre la crisis climática del 4 de octubre de 2023, luego de la encíclica Laudato si’sobre la ecología integral, del 18 de junio de 2015. NDLR] es un elemento del proyecto revolucionario. El ambientalismo es el nuevo contenido de la nueva religión.
En este tipo de documentos, a pesar del título, Dios desaparece y Jesús ya no es ni siquiera un corolario. ¿Y acaso pueden faltar los idiotas útiles? Por supuesto que no. En las diócesis se organizan ceremonias de plantación de árboles, mientras que la cruz y el crucifijo se guardan en el ático.
Mientras tanto, todos los representantes del globalismo son recibidos y venerados en el Vaticano. Esta peregrinación también nos da una idea visual de la manera en que se desarrolla la revolución. La Iglesia y la fe están siendo desmanteladas pieza a pieza. Mientras tanto, tiene lugar un proceso de ensamblado de otra Iglesia, de otra fe. […]
En este nivel, lo imperativo es conservar la semilla y mantenerla viva. Es el Señor, impulsado por nuestras oraciones, quien nos mostrará el camino. Mientras tanto, estamos reaccionando poco a poco:
- ¿Te hablan sobre la importancia de escuchar y debatir? Responde que lo importante es cultivar la vida espiritual escuchando a Dios.
- ¿Te dicen que lo importante no es juzgar sino apoyar? Responde que debemos precisar el objetivo, de lo contrario nos ponemos al servicio de las pasiones humanas.
- ¿Te dicen que el método de la escucha mutua es conforme a la justicia? Responde que si el hombre no escucha a Dios, inevitablemente cae en la injusticia.
- ¿Te quieren convencer de que ya no es tiempo de jerarquías y que debemos recurrir a las personas? Responde que este es el camino hacia la deificación del hombre y que un rebaño sin pastor solo puede dirigirse a la catástrofe.
- ¿Te dicen que cuando se trata de moral no se debe ser rígido y que se deben tener en cuenta las circunstancias atenuantes? Responde que cuando la Iglesia condena, no es para aplastar, sino porque reconoce el valor único del alma y se preocupa por su destino eterno.
- ¿Te presionan para que pienses en términos colectivos? Esfuérzate por pensar y juzgar en términos personales.
- ¿Te dicen que la justicia y la verdad son custodiadas por el pueblo? Responde que la justicia y la verdad provienen de Dios y no tienen nada que ver con criterios cuantitativos.
- “Y si todavía tienes esperanzas de gestionar el cambio bajo la bandera de la difusa “hermenéutica de la continuidad” [de Benedicto XVI], recuerda lo que dijo el gran contrarrevolucionario Joseph de Maistre (1753-1821): “No son los hombres los que dirigen la revolución, es la revolución la que dirige a los hombres”.
Algunos podrán decir que estoy exagerando y que hablar de revolución, en el caso del pontificado de Francisco, es desproporcionado.
Me baso en el propio Francisco que, en Ad theologiam promovendam, una carta apostólica en forma de motu propriopara aprobar los nuevos estatutos de la Academia Pontificia de Teología, escribe textualmente: “La reflexión teológica está, por tanto, llamada a un punto de inflexión, a un cambio de paradigma, a una valiente revolución cultural”.
Y el mismo concepto se utilizó en Laudato si’, la encíclica ‘sobre el cuidado de la casa común’. Hay que admitir que la palabra ‘revolución’ en labios y escritos de un Papa puede parecer sorprendente, por no decir inverosímil. Sin embargo, Francisco la hizo suya, revelando así su objetivo.
La consecuencia es evidente. Como he dicho muchas veces antes, si queremos ser católicos hoy, debemos ser contrarrevolucionarios. Esta afirmación puede sonar como un eslogan, pero lo que me interesa es la idea básica. Ser contrarrevolucionario significa luchar, cada uno en su campo y según su papel, por restablecer el orden quebrantado.
Creo que esta perspectiva debe profundizarse, incluso mediante el estudio de los movimientos antirrevolucionarios que han surgido a lo largo de la historia. Como señaló un gran contrarrevolucionario, Juan Donoso Cortés (1809-1853), en esta batalla debemos saber que cada palabra pronunciada está inspirada ya sea por Dios o por el mundo, y proclama la gloria de uno o del otro.
Se trata de elegir un bando y el lenguaje que se utilizará. No es posible abstenerse ni intentar la mediación. Esta es una guerra en la que todos estamos involucrados: todos nos alistamos para restablecer el orden.
Entonces, si alguien te llama indietrista, tómalo como un cumplido. Y lucha con mayor valor”.
Fonte: fsspx.news